Por María Isabel Robles, directora técnica nacional Hogar de Cristo
Aunque en la última década el sistema de salud chileno ha logrado buenos resultados en indicadores internacionales, persisten problemas relacionados con la segregación y la inequidad en el acceso a prestaciones de salud oportunas, de calidad y basadas en un trato respetuoso.
Hoy la Constitución protege el acceso a la salud con acciones dirigidas a prevenir, recuperar y rehabilitar los problemas en ese ámbito, pero el énfasis está puesto en la libertad para elegir a qué subsistema de salud afiliarse: el público o el privado.
Esta segmentación ha dado lugar a profundas desigualdades, que se traducen en un servicio público precario frente a un servicio privado que en general cuenta con instalaciones de mejor calidad, una oferta de especialistas mucho mayor y con otros servicios más eficaces y oportunos.
A las largas listas de espera para prestaciones sin arancel y no priorizadas; a las urgencias sobrepasadas; al mal trato a las personas en situación de calle, por ejemplo; a la escasez de profesionales especializados y de programas terapéuticos para tratamiento del consumo problemático de alcohol y otras drogas, así como de trastornos mentales, se suma el alto gasto en salud en que deben incurrir los hogares.
Las personas en Chile gastan 35% en salud de su propio bolsillo, cuando el promedio de gasto en los demás países de la OCDE es un 20%. La plata se va en gastos puntuales: exámenes, lentes ópticos, aparatos ortopédicos, además de medicamentos y consultas médicas.
En Hogar Cristo entendemos y reforzamos la idea de que salud no es sólo falta de enfermedad. También es poder acceder a alimentos no-procesados y ricos en nutrientes, como frutas y verduras, que disminuyen la posibilidad de desarrollar enfermedades crónicas no-transmisibles como obesidad, hipertensión, y diabetes. Todos males que afectan a los grupos poblacionales más pobres que no acceden a alimentación de calidad. La capacidad socioeconómica también repercute en poder vivir en entornos libres de contaminación y en habitar viviendas adecuadas, tanto para resistir condiciones climáticas adversas como para resguardar la privacidad y la seguridad.
Por estas consideraciones y pensando en los grupos más vulnerables que atendemos –personas en situación de calle, con discapacidad mental, con consumo problemático, adultos mayores, entre otros– nos llevan a proponer iniciativas constitucionales que, sin duda, ayudan a mejorar la salud de todos y todas.
Lo primero es el reconocimiento de la salud como un derecho fundamental y armónico con otros derechos tales como la protección de la vida, integridad física y psíquica de la persona. Lo segundo, el establecer el deber del Estado de garantizar la inclusión y acceso a la salud de todas las personas sin exclusión ni discriminación alguna, incluyendo como una cuestión central la salud mental. Eso es lo medular, aunque también es relevante, por ejemplo, el respeto por la cosmovisión y prácticas tradicionales de los pueblos originarios en estas materias.
La salud es mucho más que la carencia de enfermedad, y así aspiramos a que se entienda.
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