Rodrigo Larraín
Facultad de Ciencias Sociales, U.Central
El Papa llegó a Chile con una Iglesia en severa crisis de legitimidad y falta de credibilidad, que según una encuesta es menos del 50% de adhesión, es decir, los católicos nos encaminamos rápidamente a ser una respetable minoría. Hay una crítica descarnada que proviene de tres flancos, uno desde el desencanto católico, cuya fe se ha entibiado porque la conducción de la Iglesia no satisface, sea por inacción –que es un pecado de omisión– o por lentitud en las decisiones –y justicia que tarda no es justicia– sobre todo en los delitos de pedofilia. Hay también aquellos que criticamos la dicotomía gestos y palabras versus acciones efectivas que materialicen las buenas palabras. Sumado a eso la crítica de los adversarios de la Iglesia, que parecen haber aumentado.
La expectativa que el Sumo Pontífice reverdeciera los laureles católicos se frustró. El bien ganado prestigio que tuvo la Iglesia entre los años 70 y 2 mil se hizo añicos en unos pocos años, debido a una mala sintonía con la sociedad chilena; un repliegue absurdo hacia el sector más acomodado y sus barrios con el subsecuente abandono de la evangelización en los sectores populares; un episcopado algo mudo y, en general, una cierta irrelevancia del catolicismo. Pero la guinda de la torta fueron los casos de pedofilia, ello desautorizó la moral cristiana y desbarató la influencia de la iglesia en el mundo social. En esas condiciones eclesiásticas llegó el Papa.
La primera constatación de que Chile había cambiado estuvo en la cantidad de personas que vitorearon al Sumo Pontífice en las calles; luego la misa del Parque O’Higgins con apoyo menor al esperado, seguido por los actos en Temuco, Maipú e Iquique, al punto que en la ciudad nortina se llegó sólo a 40 mil asistentes.
Todo se precipitó en torno al cuestionado obispo Barros, por su cercanía y, según sus denunciantes, complicidad y encubrimiento de los delitos de su mentor Karadima. Los gravísimos hechos que cometió este sacerdote fueron objeto de sanción vaticana y la justicia civil, habiendo comprobado los hechos, no aplicó sanciones debido a prescripción. Como quiera que sea, Francisco respaldó a Barros y desconoció las declaraciones ante los tribunales chilenos, acotó el delito castigado por los tribunales pontificios e insultó a las victimas acusándolas de calumniadoras. Otro exabrupto más, después ‘los tontitos y zurdos osorninos’ y de opinar acerca de una disputa que está en La Haya.
El Papa mostró su respaldo a Barros abrazándolo y concelebrando en todas las ocasiones y emplazó a sus acusadores a mostrar una prueba en contra de su amigo obispo. En estos casos lo que existe es la prueba testimonial, casi nunca pruebas físicas. Así el mismo Papa provocó el descalabro y la visita quedó muy debilitada. Sus gestos tan celebrados por los creyentes que celebran sin discernimiento, quedaron en el sin sentido.
¿Por qué el empecinamiento de Francisco por defender a Barros? Él mismo ha dado la respuesta muchas veces. Es el clericalismo, ese espíritu de cuerpo que tienen los sacerdotes de preferir favorecer a otro sacerdote antes que un laico, considerar que el laico está equivocado pues sabe menos es una especie de niño moral y no es tan sofisticado en sus razonamientos. Francisco ha relevado el rol del laico en la Iglesia, como siempre, son bellas palabras, claras y con las que nadie puede estar en desacuerdo. Y así las cosas quedan igual porque no hay una transformación de fondo teológico-cultural con el mundo. Tal transformación no se nota y hay un ‘gatopardismo’ quizás.
La contradicción palabras-hechos, no es verdad en el caso de un soberano que tiene el poder total como el Papa, no hay ninguna organización vaticana que escape a su poder, por ello es que pudo apartar –un poco– a cuatro cardenales de sus cargos en virtud de sus poderes. Tiene razón Francisco al pedirnos que recemos por él, para que tenga larga vida y alcance a decidir y hacer lo que tantas veces ha anunciado. Rezaré por él, su gestión pontificia y su persona.
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