“LyD e impuestos en Chile: personas ‘trabajan para el Estado’ 74 días al año en promedio”.
Así titulaba el lunes de esta semana, en la portada de su sección económica, un importante medio de comunicación de circulación nacional.
“Las cosas que son gratis, en verdad no lo son: alguien tiene que pagarlas. Lo hace usted, con sus impuestos”. Es el argumento que hemos escuchado en tantos artículos de opinión, seminarios y debates presidenciales, por parte de los más insignes economistas y políticos representantes de un sector que defiende cualquier tipo y fórmula de libre mercado, pero en especial las más extremas.
Ambos son ejemplos del exiguo nivel argumental y de debate que, en muchas oportunidades, alcanza la discusión sobre el rol del Estado, el modelo económico y el alcance del régimen tributario que debiera seguir nuestro país.
Pero desglosemos estas dos afirmaciones, que caen en la superficialidad –por no decir, en la falta de franqueza intelectual– de problematizar algo que no es realmente un problema: la recaudación tributaria, que es la forma en la que todo estado sostiene su funcionamiento. O, en los ejemplos de las naciones más prósperas, la forma en que se sostienen las Economías Sociales y Ecológicas de Mercado, y los Estados de Bienestar.
Partamos de la base que un impuesto es una carga financiera, que la ciudadanía, o un sector de la misma, debe aportar obligatoriamente para sufragar los gastos del Estado. Se “cobran” con motivo de determinados hechos o actos, inherentes a la vida en sociedad –como serían el consumir, el trabajar, el producir o el comerciar–, y sin que por dicho pago haya una contraprestación directa.
Sobre esta realidad dada, se ciernen diferentes interpretaciones políticas e ideológicas.
Algunos afirman que la carga tributaria debe ser siempre mínima, a razón de no afectar la productividad y la inversión. Coincidentemente, son quienes piensan que el tamaño del Estado debe ser muy pequeño; su gasto, lo más acotado posible, y su deber único, garantizar la seguridad pública y el cumplimiento de la ley. Estos sectores afirman que la satisfacción de toda necesidad humana, incluidas las mínimas, deben ser autogestionadas por el individuo.
Suele darse, además, que quienes defienden esta postura son quienes poseen los mayores capitales, o bien, quienes los representan en el mundo político –financiados por los primeros–.
Otros, por el contrario, consideramos que la carga tributaria no debe ser ni alta ni baja: debe ser la suficiente. Porque compartimos que el mercado debe funcionar, de la manera más abierta y libre posible; pero no consideramos que el mercado deba regir todo aspecto de la vida en sociedad.
Desde este lado de la vereda, creemos en la solidaridad como uno de los valores ordenadores de la vida en común. Para nosotros, las necesidades básicas del ser humano –consideremos salud, educación, previsión o vivienda– no pueden depender de la situación económica coyuntural de una persona o de una familia. Y deben estar disponibles para todos, sin distinción socioeconómica.
Por ello defendemos el concepto de derechos sociales, y confiamos en el rol del Estado como su garante; una visión que, naturalmente, apuesta por una mayor recaudación tributaria. La suficiente para financiar las prestaciones concretas que derivan de estos derechos.
¿Y qué dice la experiencia del mundo? Cuando miramos a las naciones más prósperas, y con un pacto social más sólido, ¿cuál de las dos interpretaciones “gana”? Como ejemplo, la base económica de los modelos capitalistas en Europa Occidental se organiza en torno a economías altamente productivas, y donde –en buena hora– la iniciativa privada reina para (casi) todo. Allí la libre competencia, saludablemente feroz, pero por sobre todo honesta, funciona.
En dichas realidades, casi todo va al mercado, con una salvedad: las prestaciones que garantizan derechos sociales. Ellas no se rigen por las leyes del mercado: las gestiona, facilita o entrega el Estado (en algunos casos, exclusivamente; en otros, de manera compartida con el sector privado). Ello es posible, por supuesto, gracias a una recaudación tributaria adecuada.
En este lado del mundo, sin embargo, la réplica ideológica es inagotable: los sectores más conservadores se niegan a la extensa evidencia de que el bienestar es el mayor aval del crecimiento y el progreso. En esa cruzada, financian a los más exclusivos centros de pensamiento, contratan a los economistas más ortodoxos del neoliberalismo criollo, y emplean los medios de comunicación más tradicionales para desacreditar cualquier intento, esfuerzo o diálogo sobre la necesidad de un nuevo pacto fiscal, en un claro contexto de necesidades sociales crecientes.
A menudo lo hacen con argumentos como los que abren esta columna. Son construcciones no dirigidas a confundir, o a tendenciar, a profesores, intelectuales o políticos de extenso currículum profesional o académico; su objetivo no es ese. El blanco es influir en cientos, y miles de personas, que no tienen suficientes elementos de juicio para detectar el ruido conceptual.
Cuando un sector de la sociedad manifiesta que los trabajadores laboran “74 días anuales para el Estado”, dicha manifestación incorpora un curioso y particular tinte de intereses y aprensiones sectoriales. Ellos saben bien que dicha aseveración es tendenciosa, y que busca instalar una discusión a través de afirmaciones cuestionables y análisis débiles.
Es bastante lógico –y básico– el postulado de que los servicios sociales tiene que pagarlos alguien. La pregunta es, cuando un trabajador paga impuestos, ¿está efectivamente laborando para el Estado? ¿o en realidad está trabajando en pro de garantizar su seguridad, su bienestar, la educación de sus hijos o su futuro previsional?
Cuando una corporación, nacional o extranjera, paga sus impuestos ¿está trabajando para el Estado? ¿El Estado le está robando a dicha empresa, como aventuran algunos? ¿O en realidad el privado está devolviendo a la sociedad una justa y sensata retribución por el beneficio que obtiene, al beneficiarse de la fuerza laboral, y de ofertar sus productos o servicios en el mercado?
En suma, ¿vamos a enfocar el bienestar social desde un prisma individualista, donde –como dijo Margaret Thatcher– no existe la sociedad, sino sólo el individuo? ¿O nos pondremos progresivamente de acuerdo para hacer más justa y grata esta vida comunitaria, que a diferencia de la visión de Thatcher, sí existe y articula nuestra existencia? Esa es la pregunta de fondo.
Francisco Huenchumilla Jaramillo
Senador
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