Espacios residuales en los supermercados

Por Patricio Jara Tomckowiack

Arquitecto U. Autónoma de Chile (2006), Magíster en Hábitat Residencial U. de Chile (2010).

@PatricioJaraTom

www.palabradearquitecto.blogspot.com

Entre niños que juegan suspicaces con una pelota cuya cancha va desde la fila de las cajas a la carnicería y la disimulada preocupación del hombre del alto parlantes que no haya forma de hacer regresar al pasillo 17 al encargado de librería, aparecen sorpresivamente y sin conexión una serie de rincones o espacios residuales donde la vida profunda fluye y encuentra su lugar en los supermercados.

Son lugares de importancia tangencial, lugarcitos apenas, o quizá solo espacios de tiempo inmedibles que no puedes ver ni encontrar a simple vista porque son ellos los que te encuentran a ti paveando entre los quehaceres diarios, como lo hacen las burbujas de jabón cuando cruzas apurado la Plaza de Armas de Temuco.

Estos espacios residuales florecen de la nada como callampas entre los ofertones de ayer y de hoy, los carteles multicolores del cielo que anuncian el milagro del Quick a $990, las piernas de jamón que te miran y ese queso gigante que nunca comprará.

Allí, según se puede oír en conversaciones ajenas o vivir en carne propia, sin explicación científica, de golpe y porrazo se experimenta una mística desconexión con el elevado precio de los limones o con la promoción lleve 3 y pague 2 paquetes de tallarines y se comienza hablar y reflexionar sobre asuntos profundos como: la pubertad del hijo, el tipo de parto a escoger, las cosas que nos faltan por vivir, el pueblo donde irse a vivir cuando viejos, que el matrimonio ¿cuándo?, que uno no es nada sin dos, que eso de la media naranja no existe, que sí, que el regalo de la madre, que la salud del padre, en fin.

La esencia profunda de muchas vidas se cruzan dando vuelta a las góndolas o a toda velocidad en la recta de los congelados, mientras dos enamorados buscan excusas gastronómicas para pasar un viernes en la noche en la cama y los carros pasan lentos como caballos viejos cargados de puntos néctar por acumular.

El señor del aseo trapea por los pasillos los restos de las infidelidades, las colillas de los secretos que no debían contarse, las migajas que se desprendieron de los sueños y los despuntes de las  verdades y mentiras que nos decimos.

Los espacios residuales de los supermercados están cargados de polvo de estrellas y el vacío que dejan las emociones humanas profundas cuando ya han sido vividas, cuando ya son pasado.   

En el ambiente suena suave la pista “caribe” del teclado de ese señor de manos veloces que nos persigue desde la infancia en el Multimarket de Torremolinos y que más temprano que tarde nos va a dar caza en algún pedido de fin de mes o una simple compra del pan. Todo esto me hace sospechar que ni los gerentes, ni los arquitectos ni los encargados de secciones de los supermercados saben, o intuyen siquiera, que existe una secreta y compleja confabulación entre el locutor de ofertas y el señor del piano para generar las pausas y los silencios en ese pentagrama de góndolas y congeladores donde se abren esas ventanas a la vida profunda en los espacios residuales de los supermercados.

Palabra de Arquitecto

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