Abogado, Magister en Derecho Laboral, Magister en Gestión Educacional, y Responsabilidad Social Empresarial. Especialista en Derecho Laboral. Docente Universitario. Director Escuela de Derecho U.S.T.
Eugenio Nain Caniumul es el nombre del carabinero asesinado al sur de Temuco hace unos días. Aunque falta que se aclaren las circunstancias del delito, cuesta imaginar que este trágico hecho no esté relacionado con la situación de violencia y terrorismo que se vive en la macrozona sur desde hace años. La muerte del nuevo mártir de Carabineros es un eslabón más en el proceso de degradación absoluta del estado de derecho que vive la zona, sumado a los constantes ataques incendiarios a maquinarias, inmuebles y trabajadores.
En contraste con este hecho, el 25 de octubre Chile celebró un plebiscito para definir la redacción de una nueva Constitución. Independiente de las opciones en juego, se trató de un acto democrático que busca darle una conducción pacífica al malestar ciudadano expresado hace un más de un año.
De alguna forma, pareciese que Chile intenta sanar lentamente las heridas que dejó la violencia desatada durante el llamado “estallido social”, buscando encauzar el legítimo descontento de una amplia gama de la población y rechazando los actos vandálicos ejercidos por una minoría. Sin embargo, este proceso de sanación jamás estará completo sin una solución al conflicto que se arrastra por décadas en la zona sur del país. Por el contrario, el excesivo centralismo imperante en Chile produce que las miradas se centren en lo que pasa en la capital: particularmente en una plaza a la mitad de Santiago o algunas comunas periféricas. No negamos que allí se han producido actos gravísimos, pero resulta incomprensible que ante hechos de igual gravedad o incluso peores (incluyendo terrorismo por parte de grupo organizados) en la macrozona sur no exista una reacción de igual magnitud al Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución que permitió la realización del plebiscito.
Si tanto la clase dirigente como la ciudadanía en general pudiesen ver más allá del centralismo asfixiante, observaría la necesidad urgente de un amplio acuerdo que permita, por una parte, atender los problemas reales que afectan a la zona de la Araucanía (la región con los peores índices de desarrollo del país), y, por otra parte, asegurar el Estado de Derecho y el cese de la violencia. Un nuevo acuerdo, esta vez por la Paz y el Desarrollo de la Araucanía, podría servir para sentar a todos los actores relevantes (pacíficos) a la mesa y discutir sin tapujos ni vetos cuales son los nudos que no permiten terminar de una vez por todas con la violencia imperante y el subdesarrollo crónico.
Al igual que el plebiscito, permitiría discernir entre aquellos grupos que apuestan por la democracia y el Estado de Derecho para superar los conflictos versus los que utilizan la violencia y el terrorismo como arma de acción política. Además, un acuerdo de esta magnitud empoderaría a las fuerzas de orden y seguridad que actúan en la zona, permitiendo controlar en parte la violencia desatada.
En fin, quizás se trate de una propuesta más bien utópica. Después de todo, han pasado distintos gobiernos, de todos los colores políticos y ninguno ha tenido el interés de afrontar este problema que hiere en lo más profundo el alma nacional. Quizás el cambio no deba emanar de la clase política, sino de la ciudadanía que, con firmeza, pero rechazando la violencia y el terrorismo exija a sus dirigentes un nuevo pacto para la zona. Tal como ocurrió el 25 de octubre.
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