El sábado 21 de noviembre se conmemora el Día Internacional de los Sobrevivientes de Suicidio, destinado a poner de relieve el duro camino de quienes quedan devastados tras la muerte autoinfligida de un ser querido. Es una tragedia que remueve a toda una familia, a los amigos, los compañeros de estudio o trabajo y a muchas otras personas que de alguna manera se relacionaban con el que ya no está. Pero sin duda los que deben hacer frente al sufrimiento más desgarrador son los papás y mamás que, de un minuto al otro y sin aviso, tienen que aprender a convivir con el hecho de que ese hijo o esa hija que trajeron al mundo con amor, para que fuera feliz, no pudo vislumbrar otra salida a su dolor psíquico que no fuera la muerte.
No es raro que la situación se viva casi a escondidas, ocultando incluso la causa de muerte, como si la depresión u otro de los trastornos mentales que pueden llevar al suicidio fuera motivo de vergüenza. Es por eso que muchas familias de suicidas evitan hablar del tema con otras personas, excepto con sus "iguales", es decir, con aquellos que han vivido la misma experiencia. De ahí la importancia de los grupos de ayuda mutua, en que padres y madres – aunque en Chile acuden a ellos casi exclusivamente las madres – comparten sus vivencias y en especial las formas en que cada uno ha logrado dar un paso adelante, por pequeño que sea.
El trayecto que se debe recorrer para llegar algún día a darle sentido a la muerte del hijo o la hija puede ser muy solitario. Los padres con frecuencia descubren que varios de los que habían sido sus amigos dejan de acercarse a ellos, como si la muerte de un hijo fuera contagiosa. A veces el alejamiento obedece a que no saben qué decir, pero también es cierto que hay personas que juzgan duramente a quienes pierden un hijo o una hija por suicidio, como si algo en esa familia hubiera desencadenado la tragedia, dando por descontado que a ellos jamás les podría ocurrir algo semejante.
Quizás si supieran un poco de la culpa – injustificada — que inevitablemente cargarán sobre sus hombros esos padres durante largos años, si pensaran en las noches en vela en que buscarán con desesperación un porqué, una pista, una nota que les pueda aliviar el dolor por unos minutos, sería distinta su actitud. Hay algo de heroico en el modo en que los padres de suicidas logran primero sobrevivir y más tarde volver a vivir, a pesar de los prolongados reproches a sí mismos por no haber previsto la desgracia, de los cuestionamientos a su propio rol de padres y madres, de la sensación de fracaso por no haber cumplido con la tarea ancestral de proteger al hijo o la hija.
Como todos los estigmas, el silencio temeroso y vergonzante alrededor del suicidio proviene de la ignorancia que se ha arrastrado por siglos. No podemos olvidar que, hasta hace muy pocos años, los suicidas no tenían cabida en los cementerios y hasta el día de hoy en algunas iglesias se les niega el acceso a los ritos fúnebres. Y tampoco podemos ignorar que los sobrevivientes de suicidio presentan un riesgo más elevado de morir por esta misma causa que la población general.
Resulta imprescindible, entonces, prestar nuestro apoyo cariñoso a las personas que han perdido un ser querido por suicidio, especialmente a los padres y madres. Pero no basta con eso. Hoy en día se ha transformado en una obligación informarnos sobre las maneras de prevenir esta epidemia, que cada día les arrebata la vida a seis de nuestros compatriotas y sume en la peor oscuridad a quienes los conocían y querían.
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