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Drogas, crimen organizado y la mirada hacia la Defensoría: la frágil muralla de control en La Araucanía

La penetración de bandas criminales locales e internacionales, no sólo ha impactado el tráfico de drogas y la violencia en el país; también ha puesto en cuestión la solidez del sistema de defensa penal pública. La falta de fiscalización del consumo de drogas y alcohol entre abogados defensores tensionan la confianza ciudadana, donde uno de estos casos involucra a la abogada Leila Gittermann.

En el corazón de la Defensoría Penal Pública existe una contradicción. El sistema debe garantizar una buena representación a toda persona acusada de un delito, incluso de los más graves, lo que es indispensable en un Estado de derecho. Sin embargo, el escaso control interno sobre eventuales consumos de drogas por parte de los propios defensores que afecten su rendimiento —o incluso la posibilidad de ser cooptados por redes criminales— constituye un serio riesgo para la transparencia y la confianza pública.

La abogada Leila Gittermann, profesional licitada por la Defensoría en la región, encarna un caso polémico. Sobre ella pesan imágenes donde aparece en aparente estado de ebriedad en la vía pública, además de testimonios que la vinculan a la búsqueda activa y al uso de drogas ilícitas, lo que no constituye un delito según nuestra legislación, pero si una falta a la probidad ética de un funcionario público. A ello, se suma, una causa por estafa, abierta y pública. Si bien dicho proceso no se relaciona directamente con temas de consumo de sustancias ilícitas y alcohol, aunque lo señala al final de ella, refuerza la necesidad de revisar con mayor rigor los estándares de idoneidad de quienes asumen la defensa penal de imputados en causas de alta complejidad. Consultada por este medio, la abogada declinó referirse a los antecedentes mencionados.

Expertos de la zona advierten que la presencia de defensores públicos con eventuales consumos problemáticos podría facilitar espacios de corrupción y colusión con organizaciones delictivas. Y es que el Tren de Aragua, organización criminal de origen venezolano con presencia comprobada en Temuco y Padre Las Casas, ha logrado infiltrarse en diferentes redes de apoyo social y legal para proteger a sus miembros, según informes de inteligencia policial conocidos este año.

En la práctica, la defensa de imputados relacionados con crimen organizado exige un estándar ético y profesional altísimo, puesto que estas organizaciones se caracterizan por amenazar testigos, corromper funcionarios y usar recursos económicos para intentar manipular procesos judiciales. Frente a un escenario tan delicado, la falta de fiscalización del consumo de drogas entre defensores públicos en La Araucanía resulta, como mínimo, alarmante.

Una estructura vulnerable al crimen organizado

Abogados de la región señalan, off the record, que la Defensoría si bien cuenta con protocolos de control de consumo de alcohol o drogas entre sus funcionarios, estos no serían periódicos, lo que deja espacio a que profesionales con problemas de adicción puedan seguir ejerciendo funciones, incluso en causas de alto riesgo ligadas al narcotráfico y la delincuencia organizada.

Esto genera una tormenta perfecta: defensores públicos que pueden ser vulnerables al consumo de drogas, sin fiscalización interna efectiva, y con redes criminales buscando activamente captarlos o influenciar procesos judiciales.

¿Quién vigila a los defensores?

En Chile, la Defensoría Penal Pública, pareciera ser su sistema de control toxicológico es deficiente y tampoco habría normas claras sobre la denuncia obligatoria si un colega observa consumo problemático, a menos que se traduzca en una afectación notoria y evidente del desempeño laboral.

Ello genera un vacío regulatorio preocupante, considerando la magnitud del poder de un defensor público: puede acceder a documentos confidenciales, coordinar visitas a centros penitenciarios y manejar estrategias procesales que, de filtrarse o manipularse, son oro puro para organizaciones criminales.

La situación de Leila Gittermann, sumada al avance del Tren de Aragua en La Araucanía, debiese ser un llamado de atención de primer orden. Una revisión profunda de los protocolos de la Defensoría, sumada a capacitaciones, exámenes periódicos y supervisión ética más estricta, parecen hoy no ser un lujo, sino una obligación urgente para sostener la fe pública en el sistema de justicia.

Como expresó un abogado penalista de Temuco bajo reserva de identidad:

“Si no controlas a los defensores, terminas dándole ventaja al crimen organizado. Porque ellos sí saben perfectamente a quién reclutar, a quién amenazar, y a quién comprar.”

La pregunta que cabe hacerse, con la crudeza que exige la realidad de La Araucanía, es quién vigila a los vigilantes. Y qué se hará —ahora, no mañana— para evitar que la justicia termine siendo la próxima víctima del narcotráfico y sus redes de corrupción.

Editor

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